“Cosas de gatos”: un libro que maúlla suave, pero te araña el alma

Lo que parece ser una colección de relatos felinos resulta ser una expedición nostálgica... el gato aquí es metáfora de lo marginal, del amor no correspondido, de lo punk, de lo místico. 

Mauricio Ocampo C. nos presenta un libro que, desde el saque, avisa: “esto no es solo sobre gatos”. Y tiene razón el pana. Lo que parece ser una colección de relatos felinos resulta ser una expedición nostálgica por la infancia, los fantasmas, las carencias, las carcajadas y la ternura cruda de crecer en la periferia. Un libro que arranca ronroneando y termina con un zarpazo en la costilla flotante.

Aquí no hay “gato encerrado”, al contrario: el gato está suelto, místico, callejero y punk. Es símbolo, es sombra, es centinela de la muerte y testigo del caos cotidiano. Es como ese compa que no habla, pero que cuando lo hace, te deja pensando tres días.

Destreza narrativa 

Ocampo combina con destreza una narrativa que pasa del realismo mágico (pero no el sobreusado, eh… uno más de callejón con pulquería y misa mal atendida) a lo fantástico casi lovecraftiano con brujas, espectros, gatos que dan la vida por amor y escenas que parecen salidas de un crossover entre Pedro Infante y Neil Gaiman. Y aunque algunas partes se alargan más que sermón de suegra en Navidad, en general la pluma del autor sabe dónde morder y dónde lamer.

Tiene una gracia para relatar infancias que parecen comunes, pero no lo son. Porque en el fondo, lo cotidiano aquí es solo la fachada de lo sagrado: el trompo silbador, el pan de fiesta, la crucifixión de barrio, el torito incendiario, el amigo que vende cartón y te enseña a hacer trampa con piedras en medio del cartón (y uno se ríe, pero luego se le corta la risa porque: claro, eso también es sistema, eso también es México, Colombia, Chile, y Venezuela toda junta en una calle empedrada de infancia y rabia).

Prosa dulce, sin azúcar

La prosa tiene ese olor a Vic Vaporub y a susto de primer cadáver visto. Tiene la dulzura sin azúcar de la abuela que te dice que las estrellas son las almas de tus muertos, y la crudeza del niño que no entiende por qué el cielo sigue igual si alguien se murió.

Y entre cuento y cuento, aparecen los felinos. Los gatos. Esos que el autor no pone como adorno, sino como entidades: protectores de brujas, devoradores de espectros, mártires silenciosos, filósofos de mirada torcida. Porque sí: el gato aquí es metáfora de lo marginal, del amor no correspondido, de lo punk, de lo místico. Es un personaje de peso, pero también un estado de la materia, como bien recuerda Darío Jaramillo.

Es indudable es que Cosas de gatos tiene corazón. Mucho. Y memoria. Y furia suave. Y amor por lo perdido, lo sucio, lo que no cabe en las vitrinas. No es un libro domesticado. Es más bien un libro como los gatos: independiente, tierno cuando quiere, huraño cuando le nace, y profundo como los ojos de alguien que ya ha visto siete vidas pasar y aún no ha dicho su última palabra.

¿Recomendable?

Para quienes crecimos en barrios con más lodo que parques, más cohetes que terapias, más supersticiones que explicaciones científicas, este libro no solo se lee: se recuerda. Como se recuerda a un amigo de infancia, con cariño, con reclamo y con esa sensación rara de que, aunque ya no lo veas, aún te cuida desde algún tejado.

¿Lo recomendamos?
Sí. Obvio.
Pero léelo con calma, con el corazón abierto y una lámpara de lectura. Porque en una de esas páginas, un gato se te sube al pecho… y no te vas a querer levantar.



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